Opinión de Rafael Aldunate en El Líbero.
Lo que el país requiere son dirigentes que ofrezcan lo que los líderes de derecha han planteado: poner a disposición sus experiencias, guiados por vocación pública, disociados de la comodidad de sus realidades privadas y fruto del esfuerzo personal.
El ministro de Hacienda, Alejandro Foxley, bajo el Presidente Aylwin, afirmó el año 2000: “El gobierno de Pinochet realizó la transformación en la economía chilena más importante que ha habido en este siglo. Hay que reconocer su capacidad visionaria y la del equipo de economistas. Esa es una contribución histórica que va a perdurar por muchas décadas en Chile, y quienes fuimos críticos de algunos aspectos de ese proceso en su momento, hoy lo reconocemos como un proceso de importancia histórica para Chile”. Foxley tuvo años para decantar esta visión, y resulta aún más meritorio considerando que fue un ministro de excelencia: profundizó el desarme arancelario, fortaleció el mercado de capitales y mitigó las limitaciones de los más humildes. Lo esencialmente simbólico como verídico que autentificó la economía de mercado desde el primer gobierno de la transición democrática.
Esa constatación revela algo profundo: la ciencia económica, aunque no exacta, permite distinguir entre buenos y malos modelos de bienestar y sus consecuencias sociales. La economía de mercado, guste o no, es una realidad en sí misma. Algunos la difaman, pero no se la puede ignorar sin consecuencias, para el bienestar colectivo. En esencia, las personas persiguen sus beneficios individuales, pero para lograrlos deben satisfacer también a sus pares. Este mecanismo permite producir bienes y servicios que, tras asumir costos y una carga tributaria que en Chile bordea el 27% de los excedentes de las empresas, dejando márgenes mínimos que obligan a reinvertir y endeudarse, asumiendo así mayores riesgos frente a la competencia local e internacional.
El ministro Mario Marcel conoce estas dinámicas. Sin embargo, debió conciliar un programa presidencial no diseñado por él, centrado más en la distribución que en la inversión. El resultado ha sido un debilitamiento del mercado y un Estado más gravoso. Con menos dinamismo privado, la recaudación tributaria se redujo, generando un déficit fiscal crónico que compromete la solvencia soberana del país. Y lo más grave es que los recursos no se asignaron con eficacia: fundaciones afines al oficialismo, contrataciones sin mérito e incluso dobles sueldos en reparticiones públicas, a su clientela, en definida.
El problema más dramático está en los ministerios que concentran casi la mitad del gasto. Educación absorbe cerca del 22% del presupuesto nacional y Salud el 19%, sumando en conjunto más del 45%. Nunca se destinó tanto dinero a estos sectores y nunca los resultados fueron tan mediocres. En educación, Chile ha retrocedido en todos los índices internacionales, incluido el prestigioso PISA, lo que evidencia un proceso de descapitalización del capital humano más joven. Influyen un gremio docente obsesivamente alienado, la falta de foco en la sala de clases y la ausencia de evaluaciones rigurosas.
En salud, la situación es aún más crítica. 30.000 personas mueren cada año por enfermedades que requerían cirugía oportuna, mientras 2,6 millones esperan por una consulta de especialidad (240 días promedio) y 390.000 cirugías permanecen pendientes (294 días). Estas cifras representan un drama humano inaceptable en un país sin guerra ni catástrofe de por medio que lo justifique. Lo más grave es que esta realidad no surgió de la nada: el gobierno actual aumentó el presupuesto, heredó mejores tecnologías, pero restringió la participación del sector privado, empeorando la atención. Todo esto a contrapelo de la opinión ciudadana: una encuesta del ESE mostró que el 71% considera más eficaz la enseñanza privada y un 62% prefiere la provisión privada de salud.
La conclusión es clara: un Estado hipertrofiado, sectario y clientelista está restando a los chilenos mejores opciones en áreas esenciales como educación y salud. No es falta de recursos: los fondos existen. El problema radica en su mal uso, en la falta de profesionalismo y en la captura política del aparato estatal.
Frente a esta realidad, Chile necesita gobernantes y equipos técnicos incorruptibles, con espíritu republicano y vocación de servicio público. Liderazgos capaces de poner sus conocimientos al servicio de la nación, desligados de intereses inmediatos y guiados por la convicción de que lo público exige esfuerzo, excelencia y probidad y como esencialmente proactivo con el sector privado, como primer mandamiento… Solo así será posible desterrar la negligencia y la desidia que hoy se han naturalizado en el aparato estatal.
Lo que el país requiere son dirigentes que ofrezcan lo que los líderes de derecha han planteado: poner a disposición sus experiencias, guiados por vocación pública, disociados de la comodidad de sus realidades privadas y fruto del esfuerzo personal. Solo entonces se podrá revertir esta devastación silenciosa que, de no enfrentarse con coraje, continuará deteriorando el capital humano, la tenebrosa salud de las familias y, en definitiva, el futuro de Chile.